Cuando un juez preguntó a Meriam Yehya Ibrahim si estaría dispuesta a reconvertirse al Islam, ella respondió "soy cristiana", inmediatamente fue condenada a muerte. Así se resume el calvario que está viviendo una mujer de veintisiete años.
Los medios de comunicación alertaban de la decisión que el Gobierno de Sudán había tomado hace unos días: pena de muerte y flagelación. Embarazada de ocho meses, su “delito” ha sido casarse con un cristiano y profesar su religión, una flagrante vulneración de los Derechos Humanos que no pude caer en el olvido.
Desde el Congreso de los Diputados a través de diferentes iniciativas hemos puesto de manifiesto- siempre con el respaldo de la mayoría de los grupos parlamentarios- nuestra más rotunda oposición a la pena de muerte como práctica contraria a los Derechos Humanos.
El caso de esta doctora sudanesa, que se enfrenta a la muerte por sus ideas religiosas, ataca los más elementales derechos de la persona. Por ello, es necesario que mostremos la misma indignación que ha expresado la comunidad internacional ante este fallo judicial que, en ningún caso, tendría que haber sido ni siquiera considerado. Y es que tipificar la apostasía como un delito, vulnera el derecho a la libertad ideológica, de creencia, de pensamiento y a la libertad en su más amplia significación.
El equipo legal que defiende a Meriam ha manifestado su voluntad de recurrir el veredicto. Las organizaciones en defensa de los Derechos Humanos de todo el mundo se han unido a esta demanda de revisión del caso, a la que desde el GPP nos sumamos. La pena de muerte debería ser una realidad prohibida en el ordenamiento jurídico internacional.
Marta González, portavoz de la Comisión de Igualdad.